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domingo, 3 de noviembre de 2013

El Grito / Edvard Munch

Nasjonalgalleriet, Oslo

Edvard Munch
Esta pintura, la más famosa de Munch, ha sido reproducida hasta la saciedad, empezando por los pintores del pop-art como Andy Warhol, hasta su completa desacralización, gracias a la realización de máscaras a partir del protagonista del cuadro que se han empleado en películas como Scream. Esta desacralización sólo se puede entender a partir de la fama que logró el lienzo, cuya angustia vital está presente en cada uno de los colores y trazos que lo componen y que la ha hecho célebre porque es, sobre todo, una pintura que trasmite una emoción a la que pocas personas pueden permanecer ajenas. Pero los elementos exteriores no son suficientes para explicar este lienzo, en el que una figura, que puede ser un hombre -¿el propio pintor?- o una mujer, presa del pánico mira hacia el espectador chillando su miedo mientras se apoya en la barandilla de un puente que no tiene fin. La figura se tapa los oídos y da la espalda al sol, a la naturaleza, a la gente, quizá porque todo parece estar en su contra. Al dar la espalda y gritar hacia el espectador, nos está hablando de su dramática soledad, porque en esa postura no puede ver la silueta de una iglesia en la lejanía, o los barcos, aumentando así la sensación de total aislamiento. Completamente alejada de la realidad, sucumbe ante el horror que viene de dentro. Munch compuso con El grito su primera obra completamente expresionista, donde el equilibrio formal queda en un segundo plano. El pintor emplea, a propósito, una paleta naturalista: el agua es azul, la tierra la trabaja en un marrón rojizo, el cielo es naranja, el paisaje es verde..., pero todo de mucha intensidad, evitando arbitrariedades que restaran plausibilidad a los colores. A su vez, esta combinación cromática crea unos fuertes contrastes que incrementan el dramatismo del tema. Y es que a pesar de la intensidad del color, el cuadro no deja de tener una profunda atmósfera de tristeza que está muy relacionada con la forma en que el pintor entremezcla con la pincelada las distintas partes de las que se compone el cuadro: el mar y el cielo se confunden en el horizonte con suaves líneas onduladas que dan movimiento, ritmo que continúa, siempre de forma ondulante, con el agua sinuosa que penetra en la tierra. Los colores de la orilla se diluyen y se confunden creando una sensación de continuidad que sólo se rompe por las vigorosas líneas rectas que marcan la diagonal más fuerte del cuadro, que define el puente sobre el que pasean algunas figuras. Munch siempre tuvo una salud muy frágil. En 1892 estuvo convaleciente en Niza, y en esa ciudad de la Costa Azul escribió en su diario unas notas que aclaran el origen de este cuadro: «Iba caminando con dos amigos por el paseo -el sol se ponía-, el cielo se volvió de pronto rojo, yo me paré; cansado, me apoyé en una baranda -sobre la ciudad y el fiordo azul oscuro no veía sino sangre y lenguas de fuego-, mis amigos continuaban su marcha y yo seguía detenido en el mismo lugar temblando de miedo, y sentía que un alarido infinito penetraba toda la naturaleza».

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