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miércoles, 15 de enero de 2014

La danza de la vida / Edvard Munch

Nasjonalgalleriet, Oslo

Edvard Munch
En La danza de la vida, Munch utiliza una escena estival, un baile de verano al aire libre que aún hoy en día, más de un siglo después, se sigue celebrando en la costa noruega. Sabemos que se trata de Asgárdstrand porque ya el paisaje nos resulta familiar: la luz que proyecta el sol de medianoche, la sinuosa orilla donde se confunden la arena y el prado, o el horizonte en el que se adivina algo más de la costa o un fiordo, trabajado todo con suaves líneas horizontales en las que se funde una paleta de delicados tonos pasteles. 
Munch consiguió el ritmo de la obra con la disposición de las figuras en el lienzo, plasmando dos planos narrativos. La naturaleza cobra formas simples pero cargadas de una fuerza intensa, que el pintor resuelve con líneas onduladas apenas sugeridas por el movimiento del pincel; las verticales están definidas por los personajes retratados, el reflejo de la luz y por un pequeño arbusto inclinado del que brotan flores. 
El autor centra la composición a partir de una pareja de baile que aparece en primer término. La vista se dirige allí tras observar el sol: un punto en brillante amarillo que se destaca en el fondo del cuadro, cuyo reflejo sobre el agua tiene una clara connotación sexual; flanqueado por dos figuras femeninas que inmediatamente enlazan con el hombre que baila con la mujer vestida de rojo. Aunque la figura masculina mantiene los ojos cerrados, el pintor logra transmitir una actitud de tensión y expectación, quizá como una invitación a que el baile pase a otro terreno. La seductora mujer del vestido rojo -color que simboliza la pasión- está, a diferencia del hombre, con los ojos muy abiertos, como si se tratara del despertar sexual. Sus cabellos pelirrojos se curvan hacia adelante, como si buscaran atrapar al bailarín. Ambas figuras están absortas en su propio mundo, sin quererlo ni pensarlo y sin que importe el entorno. A la izquierda el pintor nos presenta a otra mujer, cubierta por un virginal vestido blanco; ella sonríe y resaltan sus mejillas sonrosadas. El blanco realza la pureza y el gesto de arrancar una flor delata que la chica está enamorada, pero, a diferencia de la mujer de rojo, ella representa la primera ilusión del amor, la inocencia con tintes platónicos. Al otro extremo del cuadro, en el lado derecho, una mujer más madura, vestida de negro, con el rostro serio y las manos entrelazadas, observa a la pareja de bailarines con desaprobación, pero a la vez resignada a su propia soledad; quizás en ella Munch quería simbolizar lo transitorio de todos los sentimientos. Los cuatro personajes principales están acompañados por otras figuras en el fondo, que parecen estar completamente entregadas al disfrute de este baile veraniego. De entre ellas destaca la figura de un hombre en la mitad derecha del cuadro, que parece mirar directamente al espectador con una mueca de éxtasis, completamente arrebatado por la pasión del momento, el frenesí del baile y el calor del verano.

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