Honoré Fragonard
El pintor es un equilibrista que sortea el peligro con elegancia. La escena es inequívoca, pero la intención aparece velada, como si se tratara de algo fortuito. El joven galán se encuentra tumbado a los pies de un monumento coronado por Cupido, como si se hubiera tropezado y caído entre los arbustos; y la vista bajo las faldas hinchadas de la muchacha que se columpia parece ser igualmente casual. Pero esta escena es más que un mero juego de voyerismo y exhibicionismo. La faz del joven tumbado sobre el rosal se ilumina como si se reflejara en ella una fuente invisible de luz, como los santos testigos de una visión celestial. Pero, en lugar de una verdad divina, lo que se le revela es humano; las alegrías que le prometen son de naturaleza puramente terrena.
El lienzo lo había encargado un rico barón, como homenaje a su amante. Pero Fragonard expresa más que la sumisión del admirador y la belleza de la adorada. La bella joven tiene la mirada fija: los ojos de su rostro rosado parecen de cristal. Lo que aquí sucede simboliza un punto culminante, que también lo ha alcanzado el columpio: un instante más tarde volverá a caer, atraída por el hombre de mayor edad que aparece en la oscuridad; es un segundo de arrobamiento erótico, voluptuoso y frágil.
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