Se trata de un retrato anecdótico y ambiental, en el que la música tiene más importancia que el personaje. Éste es un muchachito con la chaqueta remendada y sentado en una silla rota, que toca afanosamente la flauta travesera, teniendo a su lado, colgados en la pared, un violín y una flauta de pico.
El cuadro está compuesto con mucha libertad y emana una gran simpatía, no sólo por el gracioso rostro del chico enmarcado por la gorra encarnada y la golilla blanca, sino también por la sostenida calidad, sencilla y directa, que tiene todo el lienzo.
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