Degas acudía con asiduidad a la Ópera de París, como espectador, pero también entre bastidores, a la sala de danza, donde lo introdujo un amigo músico de orquesta. En dicha época todavía se trataba del edificio de la calle Le Peletier, y no de la Ópera diseñada por Garnier, que pronto la sustituirá. Las bailarinas ejerciendo durante los ensayos o en los descansos, se convierten en el tema predilecto de Degas, incansablemente, con numerosas variaciones en las poses y los gestos.
Más que el escenario y las luces de las candilejas, es el trabajo previo lo que le interesa, el entrenamiento. Aquí, la sesión se acaba, las alumnas están agotadas, se estiran, se contorsionan para rascarse la espalda, arreglan su peinado o su ropa, un pendiente, un lazo, poco atentas al inflexible profesor Jules Perrot, antiguo maestro de ballet.
Degas ha observado con atención los gestos más espontáneos, naturales y anodinos, los momentos de pausa, cuando la concentración se afloja y el cuerpo se relaja, tras el esfuerzo de un aprendizaje extenuante y de un rigor implacable.
El punto de vista levemente en picado, centrado en la diagonal de la estancia, acentúa la perspectiva lejana de las láminas de la tarima.
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