Museo del Prado
1635
209 x 123 cm. Óleo sobre lienzo
1635
209 x 123 cm. Óleo sobre lienzo
Diego Velázquez
Entre las muchas cosas que singularizan el catálogo de Velázquez figura un grupo de obras que tienen como tema a bufones y lo que en general se llamaban «hombres de placer», cuya misión era entretener, con sus singularidades físicas, caracterológicas o mentales, o sus golpes de ingenio, los ocios de la corte.
Son personajes cuya presencia se documenta en algunas cortes europeas desde finales de la Edad Media, y que se hicieron especialmente abundantes en España durante el reinado de Felipe IV. Antes de que los pintara Velázquez habían sido objeto de representación por parte de otros artistas, pero ninguno cultivó con más asiduidad el tema que el sevillano, que nos ha dejado una galería que constituye uno de los hitos de la historia del retrato occidental. Son obras que han dado lugar a numerosas y dispares interpretaciones en lo que se refiere a su significado iconográfico e histórico y a la visión del mundo que a través de ellos ha querido transmitir el pintor. Son muchos los historiadores que han insistido en que a través de estos cuadros se ha llevado a cabo una reflexión sobre la condición humana sin apenas parangón en la historia de la pintura. Uno de esos seres era Pablo de Valladolid, que nació en 1587 y trabajó al servicio de la corte desde 1632 hasta su muerte en 1648. No se le conocen taras físicas o mentales, por lo que su presencia entre la nómina de bufones y hombres de placer ha de explicarse en función de unas dotes de carácter burlesco o interpretativo. La obra es un prodigio de síntesis y economía, y demuestra hasta qué punto Velázquez fue un artista atrevido e innovador, pues es imposible encontrar precedentes claros a esta pintura de un personaje sólidamente asentado en un espacio indeterminado, construido a partir de la sombra del bufón. Ese espacio neutro hace que toda la atención se dirija hacia el gesto del personaje, del que se ha dicho que se encuentra en actitud declamatoria, y que está pintado con una seguridad y, al mismo tiempo, una soltura muy características del estilo maduro de Velázquez. El análisis estilístico ha llevado a los críticos a fechar la pintura en torno a 1632-1635, es decir, durante los primeros años al servicio de la corte. Es una de las obras de Velázquez con una fortuna crítica y artística más importante. Goya se basó claramente en ella para su retrato de Francisco Cabarrús (Banco de España, Madrid), de 1788, y unos ochenta años después fascinó a Édouard Manet, quien afirmó que era «quizá el trozo de pintura más asombroso que se haya pintado jamás». Esa admiración se tradujo en una de sus obras maestras, El Pífano (Musée d'Orsay, París). Hay dudas sobre las que quizá sean primeras menciones al retrato en la documentación sobre los sitios reales. Lo único seguro es que en 1701 y 1716 se hallaba en el Buen Retiro, en 1772 y 1794 se cita en el Palacio Real, en 1816 se depositó en la Academia de San Fernando y en 1827 ingresó en el Museo del Prado.
Son personajes cuya presencia se documenta en algunas cortes europeas desde finales de la Edad Media, y que se hicieron especialmente abundantes en España durante el reinado de Felipe IV. Antes de que los pintara Velázquez habían sido objeto de representación por parte de otros artistas, pero ninguno cultivó con más asiduidad el tema que el sevillano, que nos ha dejado una galería que constituye uno de los hitos de la historia del retrato occidental. Son obras que han dado lugar a numerosas y dispares interpretaciones en lo que se refiere a su significado iconográfico e histórico y a la visión del mundo que a través de ellos ha querido transmitir el pintor. Son muchos los historiadores que han insistido en que a través de estos cuadros se ha llevado a cabo una reflexión sobre la condición humana sin apenas parangón en la historia de la pintura. Uno de esos seres era Pablo de Valladolid, que nació en 1587 y trabajó al servicio de la corte desde 1632 hasta su muerte en 1648. No se le conocen taras físicas o mentales, por lo que su presencia entre la nómina de bufones y hombres de placer ha de explicarse en función de unas dotes de carácter burlesco o interpretativo. La obra es un prodigio de síntesis y economía, y demuestra hasta qué punto Velázquez fue un artista atrevido e innovador, pues es imposible encontrar precedentes claros a esta pintura de un personaje sólidamente asentado en un espacio indeterminado, construido a partir de la sombra del bufón. Ese espacio neutro hace que toda la atención se dirija hacia el gesto del personaje, del que se ha dicho que se encuentra en actitud declamatoria, y que está pintado con una seguridad y, al mismo tiempo, una soltura muy características del estilo maduro de Velázquez. El análisis estilístico ha llevado a los críticos a fechar la pintura en torno a 1632-1635, es decir, durante los primeros años al servicio de la corte. Es una de las obras de Velázquez con una fortuna crítica y artística más importante. Goya se basó claramente en ella para su retrato de Francisco Cabarrús (Banco de España, Madrid), de 1788, y unos ochenta años después fascinó a Édouard Manet, quien afirmó que era «quizá el trozo de pintura más asombroso que se haya pintado jamás». Esa admiración se tradujo en una de sus obras maestras, El Pífano (Musée d'Orsay, París). Hay dudas sobre las que quizá sean primeras menciones al retrato en la documentación sobre los sitios reales. Lo único seguro es que en 1701 y 1716 se hallaba en el Buen Retiro, en 1772 y 1794 se cita en el Palacio Real, en 1816 se depositó en la Academia de San Fernando y en 1827 ingresó en el Museo del Prado.
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