Francisco de Goya
Un retrato ejemplar, uno de los primeros con los que adquirió su fama de retratista y conquistó a la sociedad madrileña- Está pintado en 1786, fecha que para Goya es temprana aunque en ella cumpliera sus cuarenta años. En esa época trabajaba en la Real Fábrica de Tapices, pintando cartones para ser tejidos. A la manera propia de la tapicería responde el fondo de paisaje desvaído, de entonación pálida, que tiene por objeto destacar la figura, gallardamente en pie, luciendo las complicadas galas de su tiempo, desde el ancho sombrero y el enorme peinado hasta la profusión de cintas que guarnece la falda abullonada, acampanada y plisada. Es un falso atavío pastoril, según la moda bucólica que venía de la corte francesa.
La marquesa de Pontejos, dama bella e ilustre, casada sucesivamente con tres personajes influyentes, deslumbraba de este modo a la aristocracia de Madrid.
Goya, al pintarla, ha accedido a representar todas sus vanidades, pero no ha hecho un retrato superficial o de compromiso. Muy al contrario, ha penetrado decididamente en la psicología del personaje y ha dado consistencia humana a tanta frivolidad.
Tan admirable es la intensidad de la mirada femenina como la finísima matización de blancos y grises en el vestido o la certera vida del perro que se adelanta para encararse con el espectador.
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